El diálogo de Joan y Pierre: contemplar a Dios en el prójimo desamparado
Extracto del diálogo que mantienen Joan y Pierre y que forma parte del capítulo 46 del libro, “El Laberinto de la Verdad”.
– Mi mujer decidió convertirse en terciaria franciscana – dijo Pierre -. Su labor consistía en ir, tres tardes de cada semana, a casa de caridad donde ayudaba a las monjas a asistir a personas que habían sido ingresadas en aquel lugar. Resulta que mi mujer con treinta y cinco años cumplidos y vestida con el hábito de terciaria franciscana me resultaba más atractiva que el día de nuestra boda en que estrenó un conjunto de terciopelo de color rosa que resaltaba el cuerpo de diosa del Olimpo que poseía a los dieciocho años.
– Me imagino muy bien la transfiguración que hizo el rostro de tu mujer mientras iba a la casa de caridad vestida con el hábito de las terciarias franciscanas.
– Cuando llevaba ocho meses haciendo la labor, que le ocupaba tres tardes de la semana, mi mujer me dijo que las monjas de la caridad y las mujeres casadas y viudas, que vestían el hábito de las terciarias franciscanas, habían hecho el más importante de todos los descubrimientos religiosos que consiste en aprender a contemplar el Dios del Cielo en los ojos de los desamparados de la Tierra. Éste es el regalo inmenso que recibí cuando acababa de cumplir cuarenta y seis años de edad y atribuí a mi sacrificio, ya que soy el tipo de hombre que precisa de la relación íntima con la esposa o con una amante secreta.
– Cierto que el más importante de todos los descubrimientos religiosos consiste en aprender a contemplar el Dios del Cielo en los ojos de los desamparados de la Tierra – dijo Joan en el tono de voz que elegía en los momentos importantes -. Acuérdate de que el día que nos topamos con tres mendigos en el monasterio que fue nuestro hogar precisaste juzgarlos de seres indignos porque vivían sin trabajar mientras yo me limité a decir que aquellos hombres disponían de muy poca energía vital y no tenían la posibilidad de hacer ningún trabajo. A mí también me ha sucedido que he contemplado la sonrisa misteriosa de Dios en el rostro de un pobre hombre que, a primera vista, no es más que un parásito que merece el desprecio general porque vive sin trabajar en un mundo en que la mayoría de los padres de familia deben sudar mucho para ganarse el pan de sus hijos.
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